martes, 6 de octubre de 2009

Un cuento


(Tras leer un reportaje en una revista de viajes....)

UN CUENTO
Según la leyenda, en Creta, el rey Minos tenía encerrado a una criatura medio humana medio animal, en un laberinto del que no pudiera escapar. Se trataba del Minotauro, humano con cabeza de toro, al que su esposa había dado a luz.

Lucía pensaba en ello mientras observaba el dibujo que tenía enmarcado en la pared del salón: Minotauro está reclinado en un lecho, mientras una doncella de mirada dulce y carne
s blancas, le sirve y acompaña.
Sin embargo, al Minotauro, las jóvenes doncellas, le eran entregadas como sacrificio para que las devorase. Era la tiranía que había impuesto para compensar su encierro y la vergüenza que Minos sentía por él. Muchos jóvenes habían intentado acabar con su vida sin éxito, excepto Teseo, que consiguió matarlo, y lo que es más importante, volver con vida sin perderse para siempre en el intrincado laberinto. De hecho, esto último se lo debía a su enamorada Ariadna, que tejió un hilo que Teseo fue desenrollando durante su recorrido, de forma que sólo tuvo que seguirlo para volver a salir.

Más tarde, abandonó a Ariadna. La dejó tirada, pero eso es otra historia.


El hombre al que amaba Lucia no se llamaba Minos, sino Manuel. También tenía un minotauro particular encerrado en su laberinto particular. También devoraba ansiosa y compulsivamente a jóvenes, y no tan jóvenes, doncellas (y no tan doncellas). Manuel tenía un dolor y una pena cuya vía de escape pasó durante mucho tiempo, por alimentar al minotauro para mitigar la ansiedad, para acallar su voz.

Lucía no fue devorada. Lucía podía entrar al laberinto, y podía escuchar a veces el sonido lejano de los mugidos del animal, pero Manuel le ofreció lo mejor que tenía, toda su crudeza y toda su sinceridad, toda su vitalidad, toda su energía. Y Lucía tejía un hilo. Con besos, complicidad, ternura, sinceridad, algo de locura, valentía, con los recuerdos del pasado, con las ilusiones por el futuro… Lucía amaba y tejía. Y con la fina cuerda podía adentrarse en el alma de su amado, cada vez más lejos, sin perderse, sin asustarse. Aún cuando escuchase tras el muro un resuello, o el sonido de unas pezuñas en el suelo, Lucía nada temía.

Pasaban los días, y ella era más fuerte y más valiente. Creyó que había llegado el momento de mirar a los ojos del monstruo, para comprobar que no era tal monstruo, que sólo estaba hecho de tristeza y miedo. Del mismo material que su propio minotauro. Quería derribar el laberinto y liberar sus alas y las de su amado para amarse y enredarse en un espacio abierto y luminoso. No existen los monstruos. Sólo existe el miedo que les tenemos.

Llegó el momento en que entendió que era fuerte e invencible, que su cuerda era irrompible, elástica y segura, y que nada podía ya pararla.
Entonces, Manuel la dejó. Cerró las puertas y le pidió que saliera.
El camino de regreso se le hizo eterno, frío, oscuro y extraño. No entendía nada. No entendió porqué Manuel la alejó de un zarpazo. Ella no era una amenaza para él. O sí?

Consiguió salir, desatar la cuerda y la dejó a la entrada del laberinto, y echó a andar sola. Estaba derrotada y seca de tanto llorar, pero entendió que Manuel no iba a abandonar a su criatura, que el minotauro era la consecuencia de su tragedia, de su pena, y que era tal vez, lo que más fuertemente le unía a su pasado. Era la herencia de tiempos felices y plenos, una herencia que Manuel había aceptado y hecho crecer. Había heredado otras cosas, tal vez más bonitas y luminosas, pero Manuel eligió alimentar ésta por encima de todas. Tal vez no quería permitirse ser feliz.
Con estos pensamientos y cargada de resignación, Lucía empezó a soltar lastre y avanzar. Desconcertada, pero fuerte. Retomó antiguos placeres , recuperó lugares donde hacía tiempo que no fue, y buscó nuevos horizontes donde dirigir la mirada.

Manuel no era el rey de Creta, pero era bastante conocido, y de vez en cuando salía a la luz pública. Curiosamente, se empezó a prodigar en los medios en los que se movía Lucía, escribía, concedía entrevistas, y ella intentaba mirar hacia otro lado. Incluso comprobó con consternación que Manuel usaba como fotografía de referencia en sus artículos, una versión recortada de aquella en la que aparecían ellos dos en sus tiempos más felices.

No entendía nada… ¿porqué ahora tanta insistencia?, ¿a qué venía esa exhibición?....

Volvió a sentirse inquieta y a llorar sin motivo por las noches. Volvió a echar de menos el cuerpo de Manuel, tan parecido al dibujo del Minotauro que adornaba su casa: sus fuertes manos, el vello abundante y mullido que le servía de lecho cuando se abandonaba al sueño, su aspecto de dios mítico, de Zeus o Poseidón con el cabello enmarañado y la mirada escrutadora….No podía dejar de amar a aquel hombre de cuerpo mediterráneo y ancestral.

Si Manuel hubiera sido el rey de Creta, Lucía hubiera escrito una obra de teatro, y hubiera enviado una compañía de actores a representarla en palacio, como hizo Hamlet para poner en evidencia a su madre y a su tío, asesino de su padre, ante toda la corte danesa.

Pero en el siglo XXI, Lucía no quería poner a Manuel en evidencia: le escribió una poesía, la imprimió en papel especial, lo dobló, le puso un lacre comprado especialmente para la ocasión, y se la envió por mensajero a su oficina. No le habló sólo de dolor, sino del hilo que había tejido y de cómo le gustaría remendarlo, y rehacerlo juntos, para poder explorar de la mano sus laberintos, encontrar a sus monstruos y reconstruir sus vidas. Le habló del aire, del mar y de todos los espacios abiertos que se quedarían pequeños ante su capacidad de amar, ante sus ganas de vivir.

En casa, Lucía releyó el manuscrito, con lágrimas en los ojos, lo partió con cuidado en varios trozos, y los dejó en el alféizar de la ventana, hasta que el aire se los fue llevando, cada uno con una lagrima secándose en él. Los trozos de papel viajaron por toda la ciudad al mismo tiempo que el mensajero entregaba el sobre a su destinatario. Lucía cerró la ventana, se aseguró de tener toda la documentación y los billetes de avión, cogió las maletas, y se fue hacia el aeropuerto.

Siempre había querido conocer Creta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario