martes, 19 de julio de 2011

Una caja de pinturas.


Una de las cosas que más alegría e ilusión me provocaba cuando niña, era el regalo de una caja de pinturas. Lo habitual era una cajita de seis, sencilla y básica para colorear cualquier cuaderno en una tarde con los abuelos.
Para menesteres más serios, iba la de doce. Había que cuidarla y mantenerla con esmero, porque no se prodigaba tanto la providencia con ellas. Por supuesto, nada de dejar que los lapiceros rodasen y se perdieran entre los huecos que aparecían al ir utilizando un color aquí y otro allá. Yo intentaba mantener la alineación lo más firmemente posible, y si algún díscolo lápiz o un error los mezclaban, ahí estaba yo para reconducir la situación ipso facto.
Con los años (no muchos) y posiblemente por la presión del mercado de la competencia "de luxe", apareció un estuche de 24, y metálico. No recuerdo si tuve alguno de ésos, posiblemente era de los que le regalaban a mi hermano. Me gustaría pensar que si tuve una lata con lápices de colores, fue de otra marca, y como lujo sibarita, o por envidia al ver a mis compañeras escolares desplegar con parsimonia aquel abanico de posibilidades cromáticas.
Me gustaría pensar que cuando necesité alimento , bienes de consumo para lo cotidiano, fui siempre a por la caja de cartulina, la de siempre, la pequeña y planita caja, apenas caja, poco más que un plano.
Un año, como regalo de Reyes, ya casi adolescente, me enamoré de algo casi impensable por innecesario. Pero los caprichos del corazón de colores, no atienden a la lógica. Total, que durante décadas he guardado al menos la caja de "eskay" acolchado en donde venían DOCE rotuladores Edding 3000, esos gordos, de punta de fieltro enorme, y olorosa tinta. Con esos rotuladores, colorear se convertía en una serie de posibilidades infinitas: rellenar a lo libre, ir perfilando desde el contorno hasta el interior, en sucesivos trazados pegados uno a otro, o rellenar a base de líneas horizontales, oblicuas, juntas una a otra, viendo cómo se creaba masa a partir del vacío.

Pasa la vida, y bien sea estuches de acuarelas en pastilla, o en tubo (otro lujo impensable), cajitas de pinturas acrílicas, muestrarios de cortinas y tapicerías, la gama Pantone, o la estantería de los tintes Iberia, el color, sus variaciones, correlaciones, combinaciones, manifestaciones o emanaciones, han ejercido en mí un efecto variado e intenso. Me he sumergido en los intensos púrpuras y morados, o en los fucsias jugosos, o en los azules sedantes, rojos envolventes, grises, negros, amarillos, blancos y matices del blanco... Luz descompuesta, frecuencias, vibraciones. Frío,calor, armonía, contraste, amplitud, recogimiento, símbolo, diversión....

Me han regalado una caja de pinturas. La semana pasada. No de las de mi niñez: una caja de tubos de pintura acrílica, y una colección de pinceles de diferentes grosores y acabados. Alguien lo vio, y pensó en mí, e intuyó la alegría imparable que me produce aunque sólo sea verlas en su molde de plástico, reposando, inquietas y nerviosas por todo lo que encierran. Algo por descubrir. Y acertó.

A veces, cuesta empezar el estuche, trazar la primera línea, gastar mina. Mojar la pastilla de acuarela y empezar a deshacer la impecable forma con la que la veo. Frotar con las ceras, y notar cómo se deforman ligeramente entre mis dedos. Dejan de ser lo que eran y cómo eran en cuanto empiezan a dar aquello para lo que fueron creadas. Empiezan a envejecer desde el primer contacto con su medio natural. Es por eso que, en ocasiones, una prefiere comprarse una cajita de seis, que usar la magnífica colección de treinta y seis colores franceses, que se hace eterna en la mesa del dormitorio, para que siempre dure la ilusión del primer día que la abre.

Cuando usas y gastas tus pinturas, cuando dejas que te sirvan, te estás poniendo a prueba. Lo que haces, sea con el material sencillo como con el mejor del mundo, el resultado depende de tí, te refleja o te delata. Incluso, si lo haces bien, te desnuda.
Y terminas, lógicamente, desnudo y con un montón de tubos espachurrados y sucios que ya ni encajan en su envase, gastados, exhaustos.
Siempre encontraremos la mirada reprobatoria, o el desdén de quien , ante los restos de nuestra caja de pinturas, menee la cabeza como lamentándose de su triste fin para unos resultados tan.... (aquí empieza a volar nuestra imaginación...).

Yo,por si acaso, voy a empezar cualquier día con mis pinturas nuevas. Manchar, apretarlas, gastar, probar y ensuciarlo todo hasta que nos hayamos dicho todo, ellas y yo. Es imposible, y además, absurdo, pretender preservarlas del deterioro. Aunque no se usen, se secan. Se cuartean, o se pudren. La vida no se detiene, y siempre nos alcanza. Por lo menos, que nos pille a todo color.

No hay comentarios:

Publicar un comentario